martes, 23 de noviembre de 2010
La camarera. Primera parte
La camarera de siempre me sirve otro vaso de whisky con hielo sobre la barra impoluta. Si tuviese que hablar de ella diría que es joven. Con unas bellas facciones, aunque anchas caderas. Apenas sobrepasa los venticinco. En los últimos tiempos, pese a mostrar permanentemente una alegría ebria que mantenía cerca a la clientela (en su mayoría hombres deprimidos y sumidos en el alcoholismo), sus ojos lloraban de rabia e impotencia. Con una hija de apenas cuatro años rondando por el local expuesta a las miradas, mimos y sandeces de marineros y obreros que huelen a vino.
Se sabía que era menor de edad cuando le ofrecieron venirse a este país. No quería más miseria de Sâo Paulo. No le importaba lo que tuviese que hacer para venir. Creyó que vivir aquí sería como el cielo. Pero no la trajeron para hacerle un favor. La trajeron para sacar provecho de su cuerpo.
Durante años estuvo en aquel club de alterne. Al principio lo vió horrible. Una habitación, una barra que atender y muy poco dinero. Le habían prometido mucho más, pero el resto se lo llevaban como "pago del viaje". No le importaba demasiado mientras fuese suficiente para llamar a su hermana en ultramar de vez en cuando. Además, siempre le traían la comida o la llevaban junto a muchas de sus compañeras a comer en restaurantes cercanos. Sentía que estaba haciendo lo correcto. Que no se había equivocado. Tarde o temprano acabaría su deuda y podría hacer lo que quisiese.
Pero el tiempo pasaba. A su cuerpo, delgado y con curvas, le pasaban factura el alcohol y las drogas. Y no solo eso. Enfermaba muy a menudo. Apenas se recuperaba y ya tenía que volver a recibir clientes. Saciaba la virilidad de hombres infelices y jóvenes borrachos. Algunos menores que ella y otros que triplicaban su edad. Rasgaban su piel. Le mordían los senos. Lamían su cuello. Y tenía que darles a entender que le gustaba aunque por dentro la repugnancia le hiciese mella. Tenía que decir "fóllame" aunque no supiese pronunciar bien la palabra. Si lo hacía así saldría antes de allí. Ganaría más dinero.
Había pasado un año. Había engordado y sus uñas estaban secas y cuarteadas de servir alcohol. Al menos su cara parecía igual de hermosa que antes de llegar. Todavía tenía una deuda, pero en el local ya no disponía de cobijo. Otra joven menor debía ocupar su habitación, y se suponía que ella ya era mayor de edad y que tenía que vivir fuera. Pero debía seguir trabajando allí. Apenas la dejarían estar una semana más, y no tenía dinero. Su situación era desesperada. ¿Cómo podría pagarse un alquiler si aún no le daban suficiente dinero?
Los clientes pasaban uno tras otro. Hasta que llegó uno joven, de unos ventitrés. Ya había acudido más veces, pero esta vez no le pidió directamente una cita. Había hablado con el responsable del local y ahora venía a hacerle una oferta:
-Hola, bonita- en el gesto de su cara podía ver que ya no le gustaba tanto como antes -me he enterado que estás buscando un sitio donde vivir. Creo que puedo ayudarte. Vivo con mi madre en el pueblo. En el piso solemos dar cobijo a chicas de este sitio. También tenemos dos niñas que son hijas de Fátima y Branca.- Se quedó asombrada. No sabía que aquellas compañeras suyas tenían hijas. Habían hablado mucho, pero nunca se lo habían comentado. -Estarías mucho mejor que aquí, y el jefe te iría a buscar en coche. Si no puede también te podría traer yo en moto.
-Parece una buena oferta- dijo con dedicación pese a su torpe castellano -pero no tengo mucho dinero para pagar eso.
-No te preocupes por el dinero. A partir de ahora aquí te darán algo más y es el jefe el que nos pasa tu pensión. No tienes que pagar nada.
No hace falta decir que aceptó la oferta. Era su única opción. Al fin y al cabo no estaba tan mal. Estaba mucho mejor que en la sucia habitación del local. De hecho nunca había dormido en una cama tan limpia y suave. Eso la hacía sentirse como en un lugar civilizado, aunque eso no existiese en su entorno. Un lugar limpio y con gente que la trataba con cariño. Con el cariño de una madre. María, la madre de Marcos, el joven que la había llevado hasta allí.
Las niñas se pasaban el día jugando. Haciendo ruído. Un ruído mucho más alegre y divertido que el que se escuchaba en la barra de un bar. No conversaban sobre fútbol, ni nadie le ofrecía una copa ni drogas de todo tipo. Aquel lugar hacía que empezase a odiar el club. Eran como el cielo y el infierno. Antes vivía en ese infierno. Ahora solo pasaba allí unas horas al día. Y algunos días incluso no tenía por qué ir.
María le enseñó a cocinar. Aprendió muy rápido. Recordó su niñez dentro de una favela mientras miraba, junto a su hermana y sus tres hermanos varones, a su madre cocinar. Recordaba algunas de aquellas recetas, pero nunca se había propuesto hacerlas. Era el momento. Y juntas, maestra y alumna aprendieron una de la otra las recetas de dos países muy dispares. Muy alejados. Y se comunicaban en una lengua muy cercana a los dos: el gallego. Una lengua que a ninguna de las dos le costaba demasiado hablar. Una lengua común. Esa misma lengua que muchos dicen que no lleva a ninguna parte. Una lengua despreciada.
Y al mismo tiempo que se sentía más a gusto en casa, más detestaba su trabajo. Llegó a estar mucho más deprimida que antes. Día tras día en aquel antro insalubre sirviendo copas y alternando la barra con las habitaciones. Empezaba a evitar mirar al dueño a la cara. Lo odiaba. Desearía coger un cuchillo y apuñalarlo hasta la saciedad. No veía en él ni un ápice de piedad. Ella tampoco la tendría. No lo culpaba por sacarla de su tierra, lo culpaba por robarle. Hacía ya tiempo que había saldado su deuda con creces y aquel hombre seguía llevándose la mayor parte de lo que cobraba. ¿Se creía el dueño de su alma? Pero no tenía elección. Mientras él no dijese que la deuda estaba saldada no tenía más remedio que quedarse.
Un día de primavera veía a los niños jugar en la hierba del parque. Lo que tiene la primavera en este lugar es que nunca se le podría llamar así. Simplemente es un invierno con más luz. Y así se sentía ella. En un infierno con más luz. Un hombre se sentó a su lado en el banco. Ella no apartó la mirada, pero reconoció la voz.
-Desde que te conozco siento la necesidad de arrancarte una sonrisa. Hasta ahora no he encontrado el momento.- lo miró sin saber qué decir. Era otro cliente. Le recordaba más tímido de lo habitual. Sus miradas nunca le habían resultado tan lascivas como las del resto. Desde el principio la había respetado más que cualquier otro cliente. Pero ella nunca se lo había planteado. Para ella, ese hombre era un sucio salvaje como todos los demás. Hasta aquel momento. Otros muchos habían hecho lo mismo de acercarse a ella fuera del club. Algunos incluso de forma ciertamente violenta. Pero sintió la necesidad de confiar en ese hombre. Un hombre muy alto de unos ventisiete con una barriga no muy grande pero redonda y prominente. Con una larga cabellera negra y riza de aspecto descuidado. Con unas orejas enormes y abiertas y unos dientes largos y amarillos. Era alguien que difícilmente conquistaría a una mujer. Pero ya lo había hecho. La pena no enamora a nadie. Realmente, por extravagante que sonase, sentía que ella misma daba lástima al lado de él. Sentía que tenía la necesidad de que aquel hombre la hiciese sonreír. Sabía que él podría hacerlo mucho antes de que empezase a hablar.
-Es posible que no sea el hombre más guapo que conozcas, ni el más rico. También seguramente sea uno de los más tontos. Tengo vicios, aunque no demasiados. Antes de que empieces a juzgarme te diré que posiblemente sea el único al que le importa tu felicidad. Lo sé porque no he visto a nadie más plantearse si te gusta tu trabajo. Si realmente eres feliz con lo que haces. No digo que esté mal, pero por tu mirada sé que no me equivoco al pensar que lo odias. Que te gustaría quedar libre y poder trabajar en lo que quisieses de una vez. Que matarías por salir del club.- mientras él hablaba a ella se le humedecían los ojos.
-Antes de pensar en todo lo que te acabo de decir quiero que me escuches con atención. Yo te sacaré de ese antro. No le deberás nada a nadie. No necesitarás a nadie si no quieres. Te preguntaré si quieres venir conmigo, aunque no será más que una pregunta. Podrás decidir tu misma si quieres o no venir. No es una condición. Pagaré tu deuda de todas formas. Lo haré porque lo necesito. Necesito que te vengas conmigo o te vayas para siempre.
Ella le miraba entre lágrimas con la boca entreabierta. No podía creer que alguien estuviese dispuesto a hacer algo así por ella. Nunca nadie le había ofrecido algo tan grande. Tanta generosidad. Sabía que podía confiar en él, pero al mismo tiempo, ni siquiera de aquel hombre podría salir algo así. Se acercó a él y le besó.
-Claro que acepto ir contigo. Si lo que dices es una broma, al menos es lo mejor que he oído nunca.
-Hay algo que sí es una broma. En este país trabajar en lo que quieras es una verdadera broma. Pero algo donde elegir sí que hay- ella consiguió reírse mientras se secaba las lágrimas. Tenía ganas de correr, de saltar... de seguir al hombre a donde él fuese. De apoyarle y besarle. De regalarle sus mejores sonrisas y hacerle el amor.
Una semana después ya estaba viviendo en su casa. Un piso similar al anterior. Una vivienda típica del país. Nunca se imaginó que pudiese haber tantas así. Paredes blancas de gotelé. Zócalos bajos en todas las paredes. Parqué. Plaquetas blancas. Mobiliario de baño completo. Cocina con múltiples electrodomésticos. Se sentía feliz haciendo las labores domésticas en un sitio tan marabilloso. Fácil. Cómodo.
Sus días eran mucho más alegres sin el club. Su compañero se llamaba Juan y trabajaba como operario de máquinas pesadas. Ella ya había notado que no oía demasiado bien debido a los ruídos que tenía que soportr en su trabajo. Pero quería cuidarlo. Darle todo lo que necesitase, pues él a ella ya se lo había dado. Además, por primera vez desde niña se sentía protegida.
Pasaron varios meses en los que el dinero era la única preocupación que tenían. Alejada de las drogas y el alcohol, tan solo fumaba algún cigarro de vez en cuando. Juan parecía seguir la misma línea apenas añadiendo algo de vino a la comida o hasta una cerveza en el trabajo.
Eran felices. Y podrían seguir siéndolo durante mucho tiempo. Pero un día alguien tocó al timbre. Juan estaba trabajando.
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