miércoles, 24 de noviembre de 2010
La camarera. Segunda parte
Eran felices. Y podrían seguir siéndolo durante mucho tiempo. Pero un día alguien tocó al timbre. Juan estaba trabajando. Era un antiguo cliente llamado Armando. Un hombre de unos sesenta años. Bajo y de pelo blanco. Con una lucidez y forma dignas de alguien con veinte años menos. No le gustaba lo más mínimo volver a verle. Recordaba que a pesar de haberla tratado siempre bien, era un hombre orgulloso y un tanto déspota. Además estaba casado.
-Hola monada
-¿Qué quieres?- no se atrevería a desprender la cadena de la puerta.
-Hablar contigo. Creo que te puede interesar mucho lo que vaya a decir. Espero que me entiendas, ya que veo que todavía te cuesta nuestra lengua.
-Sea lo que sea dilo desde ahí. No pienso abrirte la puerta- él puso una sonrisa exagerada. Casi insultante.
-Pues tendrás que abrir la puerta o poner un banco delante, que este pobre anciano no puede estar de pié mucho tiempo.
-Pues ve al grano y podrás irte antes- se puso más serio.
-Bien. Dos cosas. La primera que te echo de menos y quiero volver a acostarme contigo. La segunda que te conviene abrirme la puerta. Juan es mi amigo y no me gustaría dejarle sin trabajo por tu culpa.
-Pero...
-No es necesario que lleguemos a esos extremos. Seguro que podemos entendernos muy bien- volvió a sonreír. Ella dudó, pero acabó por abrir la puerta. Él entró y se sentó en un sillón del salón. Mientras la miraba de arriba a abajo siguió:
-Seguramente oirías decir a la gente que tengo mucho dinero y poder. Sencillamente eso me da igual. Yo simplemente hago ofertas y punto. Sé que andáis mal de dinero y creo que puedo ayudaros. Hoy estoy generoso.
-No voy a prostituírme
-No te voy a pedir tal menester, querida. Siéntate y escucha con atención- lentamente, ella fué haciéndole caso.
-Resulta que hace tiempo, en el local de aquí abajo, había un bar que yo frecuentaba. No era gran cosa, pero me gustaba. Me gustaban sus tapas, me gustaba su bebida y me gustaba su camarera. Ahora está cerrado y se me parte el alma. Del mismo modo que cuando Juan me pidió dinero. Yo sabía para qué era. Era para sacarte de aquel tugurio y cambiarte la vida.
Ella no podía creer lo que oía. Sentía dolor de deberle algo a aquel hombre. Recordaba a Juan decir: "no le deberás nada a nadie". Se vió desesperada mientras escuchaba a Armando:
-Quiero que ese bar vuelva a abrir, asique lo voy a comprar. Quiero que vosotros dos os encargueis de él. Os pagaré bien. Además, vivís justo encima. Es el sueño de cualquier hostelero.
La pobre mujer estaba hecha un ovillo a la esquina del sofá. Sabía que era una oferta espectacular. Pero al mismo tiempo también sabía la condición a la que estaba sujeta: tenía que acostarse con él. No una vez, sino asiduamente. Con lágrimas en los ojos dijo:
-Bien ¿Cuando quiere acostarse conmigo?
-Ahora mismo, por ejemplo
Pese a verse obligada a recibir estas visitas casi a diario, comenzó a trabajar en el bar. Ya en la inauguración se llenó de gente. El negocio prometía. Desde el primer momento tuvo clientela. Juan también atendía del bar pese a no haber dejado su trabajo. Armando estaba encantado, pese a que no había pedido una gran comisión. Los que atendían en la barra eran socios, no trabajadores de contrato. La joven nunca había visto tanto dinero en sus manos.
Pensaba en su pasado miserable, sus penurias, sus desgracias como algo que ya nunca volvería. Tenía ya veintiún años y la vida solucionada. Con todos los pagos al día y un sitio privilegiado en el que vivir. La felicidad apenas se rompía con las visitas del anciano. Aunque se sentía comprada, no le importaba ya.
Todo parecía ir bien. No faltaba dinero. Su trabajo era estable. Después de un tiempo, Juan y ella decidieron tener un hijo. No tuvieron ningún problema. Contrataron como camarera a una de sus ex-compañeras y recibieron ayuda de amigos, principalmente de la madre de Marcos. A los nueve meses nació Gabriela. Del mismo color aceitunado que su madre. Con sus oscuros ojos. La cara era inconfundible como la suya. Y del padre heredaba unas grandes orejas, "aunque no tan feas" dirían algunos bromeando.
Tras un año perfecto y con el permiso de Juan, ella pudo traer a su hermana de Sâo Paulo. La contrataron de camarera y vivía con ellos. La caja registradora seguía sin resentirse.
Al bar llegaban marineros y trabajadores del puerto, además de obreros. Apenas había jóvenes. Y con ese ambiente pronto chocaría Gabriela. Cuando empezó a ir a la guardería, después se pasaba las tardes jugando en el bar. Los problemas en un bar de este tipo no empiezan por la noche, sino a cualquier hora. Con tan solo cuatro años convivía a diario con gente alcoholizada. Respiraba el humo del tabaco y contestaba impertinencias de clientes poco amables. Veía a sus padres cada vez más cansados mandarla a dormir, y les veía llegar a casa embriagados. Aquellas dos personas felices que le habían enseñado todo se habían convertido en dos infelices. Dos personas agobiadas por la gente y el alcohol. Su madre había engordado mucho. No intentaba cuidarse. La vida no la trataba lo suficientemente bien.
Muchas camareras habían pasado por el local y se habían ido ya. El dinero ya no sobraba. La gestión que la pareja hacía del local era cada vez peor. Tan solo quedaban sus padres y su tía, aunque esta estaba embarazada. A veces Armando era el que atendía en la barra. Juan ya sabía que se acostaba con su pareja, pero nada podía hacer si no quería que les quitase el bar. A veces tenía discusiones con ella:
-¡Maldigo el día en que aceptaste esa asquerosa oferta!
-¡Tú también aceptaste su sucio dinero para sacarme de aquel tugurio!
-No a cambio de sexo
-Si le dijiste que era por mí y aceptó debías suponer algo así.
-Nunca se lo dije. ¿A qué viene eso ahora?
-Él me dijo que lo sabía.
-Sabes perfectamente como es. Si por él fuese estarías todavía en el club para que te pudiese ir a ver a diario. No le dije para qué era el dinero. Además, tuve que devolvérselo. ¿Todavía crees que es un santo?
-¡No!- y se encerró en el baño a llorar.
Y aguantaron mucho esta situación, pero el alcohol pasa factura. Los insultos e impertinencias de Armando irritaban a Juan cada vez más. Armando era un hombre vanidoso y jactancioso. Parecía sentirse orgulloso de que Juan le odiase, aunque no tenía conocimiento de que también sabía de su secreto. El joven muchos apretones de dientes tuvo que soportar y muchas frases hipócritas tuvo que decir.
Pero un día no soportó más la presión y se abalanzó sobre Armando. Le atizó en la cara sucesivas veces. Le golpeó en las costillas. Sentía su rabia desaparecer con cada crujido que escuchaba en el cuerpo del anciano. Seguía golpeándole mientras el otro apenas podía defenderse. Una tras otra pero nunca llegaba el final. Cuando paró se quedó quieto, de pié, mirando a su víctima en el suelo esbozar una sonrisa de victoria.
-Estupendo, Juan. Veo que lo sabes todo. Ahora se acabó todo. Estoy deseando verte en la cárcel de Teixeiro.
-Cállate maldito gusano- decía mientras le ayudaba a ponerse de pié -¿Sabes lo que va a pasar ahora?- Armando nunca había visto a Juan tan enfadado. Su esbozo de risa se borró cuando éste le agarró por la nuca y puso su cara mirando a través del gran cristal del lado de la entrada.
-Juan, no lo hagas. Es una locura. Lo perderás todo- Y sin hacerle caso, Juan guió su cara con fuerza a través del cristal, que provocó el ruído más escandaloso jamás escuchado dentro del bar. Y así el agresor se marchó caminando sin mirar atrás. No le volverían a ver. Ni los testigos, ni Armando, ni su amante, ni su hija. No volvería al lugar donde se sintió humillado durante años.
Todo el mundo podía recordar aquel cuerpo tirado contra un coche, cubierto de cristales y restos de sangre. Nunca nadie había imaginado que alguien tuviese el coraje de hacerle eso a Armando. Sería una sentencia. Una locura.
Las hermanas brasileñas fueron a verle al hospital. Él se negó a recibirlas. Estaba muy enfadado. Sabían que el bar cerraría. Tarde o temprano él saldría y si hiciese falta reduciría el edificio a cenizas.
Al día siguiente la policía con un agente de los servicios sociales entró en el local cerrado y se llevaron a Gabriela. Lo hicieron arrancándosela de los brazos a su madre. A la joven de venticinco años que se resistía violentamente a que se llevasen a su hija la golpearon sucesivas veces. Quedó en el suelo derrumbada entre lágrimas y gritos desesperados. Sabía por qué habían venido. Sólo Armando podría haberlo hecho. Juró que le mataría. Que le haría sufrir más que lo que nunca hubiese sufrido.
Poco después se levantó dolorida y fué junto a su hermana a casa. Le dió la cartilla del banco y le dijo que sacase todo el dinero de ella y se fuese lejos. Que iniciase una nueva vida con lo poco que había y se olvidase de ella. La convenció.
Todas esas cosas debe tener ahora mismo esa mujer en la cabeza mientras me sirve el whisky con hielo. Hoy no ha bebido. Sus ojos están húmedos. El bar en silencio. Nadie se atreve a romper el luto. Nadie se fija hoy en el destrozado Joaquín, apoyado moribundo sobre la barra. Nadie se atreve a pronunciar el nombre del bar que hace honor al perro de Armando. Tampoco existen las agallas para decir alguna frase de esperanza que pueda tocar lo más mínimo una herida que todavía escupe sangre.
A mi derecha, al lado de la salida, el hueco del gran cristal ha sido burdamente tapado con un plástico. No parece que vaya a venir nadie a arreglarlo.
(Historia basada en hechos reales)
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