domingo, 14 de noviembre de 2010

Madrid te odia. Cuarta parte


Al llegar al depósito cogimos todo lo que pudimos llevarnos de equipajes. También admiramos un Bentley Continental que había ido a parar allí por un pinchazo. Parece bastante lógico que quien tiene un Bentley no se mancha las manos para poner la rueda de repuesto. Coche inglés. Orgullo inglés de varón inglés en su casa inglesa en medio de los montes ingleses. Y como buen inglés, lamentándose de no haber elegido el color de carrocería Verde Británico.
-Ese coche es una pasada. Es un Bugatti "Vayron".- El hombre de la grúa era cómico se mirase desde donde se mirase. Se confundía con el coche, incluso con las vocales, pero no quise sacarlo de su error. Parecía feliz pensando eso. -Cuesta unos doscientos mil euros.- Al menos con el precio no iba desencaminado respecto a lo que tenía delante.
Fué a hablar con el empleado de la entrada del depósito y se marchó rápidamente saludando. Era un buen tipo.
Luego fui yo a hablar con el mismo hombre por si me podía dejar un momento las llaves de mi coche, que tenían en el mismo llavero las de mi piso en Ferrol y quería coger la guitarra aunque fuese un momento mientras esperaba, ya que no podía llevar más cosas.
-Las llaves las tiene el de la grúa.- Mierda. Ya la liamos un poco más.
Durante tres largas horas estuvimos en aquel depósito llamando a los del seguro insistentemente mientras tocábamos la guitarra que nos prestó el recepcionista y hablábamos de cómo podíamos suicidarnos, del asco que dábamos y del hambre que teníamos. Son temas cómicamente recurrentes cuando las cosas nos salen extremadamente mal. También hablé con el hombre de recepción, aunque dabía de llevar poco en este país a juzgar por su pregunta de "¿Lugo que está, en Barcelona?".
Al fin llamó el taxista preguntando dónde estábamos (a pesar de que los del seguro sabían perfectamente donde, las indicaciones que le dieron al pobre hombre no eran correctas). Y llegó por fin. Subimos aliviados pese a que nos costase 54 euros el viaje excluída la parte que pagaba el seguro. Hablamos bastante con el chófer, que nos dió a conocer que habíamos estado en el lugar equivocado de Madrid.
-Al sur todo es mucho más barato y hay muchos más sitios a los que ir. El ambiente es mucho mejor.- También nos habló de que era de ascendencia gallega, que los jóvenes cogían el coche estando borrachos, que los heavies fumaban porros y que se emborrachaban, que los poligoneros se drogaban y montaban peleas sin sentido, que la situación económica estaba muy mal, que al norte de Madrid no había supermercados, que tenía resaca... y muchas cosas más. Era un buen tipo y muy hablador.
Al dejarnos en Chamartín nos advirtió de que vigilásemos con recelo nuestros equipajes y se marchó con la expresión de "me voy a dormir". Nosotros salimos en tropel en busca de un sitio donde comer. Eran las seis y no podíamos más.
El tren salía a las 10:30. El seguro había elegido así nuestro traslado. Introducimos en la máquina de tiquets un código que nos proporcionaron por teléfono y allí estaban nuestros pases. Qué felices nos hizo ver la inscripción "tren hotel". Al menos podríamos dormir en literas.
Gastamos el tiempo que nos quedaba mirando tiendas de curiosidades, viendo mapas del metro, hablando de que estábamos muertos y que nada era real, etc.
Al llegar la hora fuímos hasta el andén y nos encontramos con un tren kilométrico.
-Vagón 212. A buscar.- Y mientras lo recorríamos veíamos que todos los vagones tenían literas. Hasta cuatro por habitación. También había de vez en cuando un vagón cafetería-restaurante. Todos los vagones eran así de atractivos. Todos menos uno. El 212. El primer vagón del tren. Casi diez minutos de caminata para llegar a él. Pegado a la primera locomotora. El vagón más viejo de todos. El más ruidoso. El único sin literas. El único sin acceso a un vagón cafetería-restaurante. Por supuesto, nuestros asientos estaban asignados, no los podíamos elegir. Al menos estábamos los tres juntos.
-Ya sabéis que el hecho de que vayamos en este vagón tiene un fin. Es el vagón que más daños sufrirá cuando descarrilemos dentro de una hora.- dije con humor tremendista.
Así salimos hacia Lugo en un trayecto de ocho horas y media. No se podía dormir con aquel ruído. Chillidos infernales bajo el suelo. El motor sonando con fuerza. Crujidos muy desalentadores en la parte trasera del vagón. Asientos de avión en los que no sabías dónde meter los pies. Así ocho horas y media. Doloroso.
Llegar a Lugo fué como haber salido del infierno. No importaba el frío. Era como nuestra casa. Alberto se quedaba. Pero Javi y yo debíamos seguir. Un autocar salía un par de horas más tarde. Llegar a la estación de autobuses tuvo su ciencia. Estábamos agotados y llevábamos mucha carga. Pero al llegar tomamos un café. No serviría de mucho, pero al menos tomamos algo caliente. Cuando pagamos hablamos con un joven que se tomaba un chupito de Santa Teresa:
-Joder ¡Qué huevos!
-Esto es sólo lo primero del día. Luego van más. Como pille al negro que apuñaló a mi amigo no lo cuenta. Más le vale que no lo vea.
-Buff...
-Esque vino a por él. Y no se había metido con nadie. Ahora está en el hospital y seguramente no salga de allí. Esque como pille al negro ese...- era una historia terrible. No podía juzgar a nadie con una historia así.
-Bueno, suerte y que aproveche. Hay que tener mucho cuidado con esa gente. Adiós.- Esbozó una sonrisa mientras salíamos de la cafetería.
Compramos los tickets y esperamos agonizantes a que abriese el autocar. Entramos como verdaderos zombies y allí quedamos tirados en estado de trance. Hablábamos y nos quedabamos medio dormidos para volver a despertar a pocos minutos. El viaje fué eterno. Javi se quedó en Burela, pero yo seguí hasta Riocobo. Hasta ese ridículo trayecto se me hizo eterno. Y cuando estaba llegando a la parada no encontré el botón de "STOP". Asique tuve que bajar en la siguiente parada. La del colegio. Desde allí había poco menos de dos kilómetros hasta casa de mi padre. Así, agonizante con el cansancio y el esguince, y con una enorme maleta, una mochila cargada y la bolsa del portátil caminé hasta casa de mi padre. No podía llamarlo para que viniese a buscarme. Me había quedado sin batería.
Llegar fué como un enorme alivio. Poder estar un rato en un sofá y comer antes de conducir hasta Ferrol. Llevaría el 306 que, por suerte, aún no había vendido. Y no, un Red Bull no consiguió hacer que el viaje no fuese una constante pelea por mantenerme consciente. Juraría que veía cosas donde no las había. No podrían conmigo. En la autovía este efecto se hizo más fuerte. Abrí la ventanilla del todo y saqué la cabeza. Ni el viento a más de cien kilómetros por hora fué capaz de arrancarme el cigarro de la boca. Si no conseguía eso, tampoco nada conseguiría que cayese en el sueño. Lo formulé como un desafío a los elementos. Buscándome su odio. Quería reírme de ellos. Y lo conseguí. Llegué. Y aguanté un rato más para poder decirle a todo el mundo que aún estaba ahí. Que no estaba ni muerto ni dormido. Lo quise ver como un premio. Como algo positivo. Como una puñeta al cielo antes de cerrar los ojos.

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